, archivado en Catastrophe ,

¿Acaso no soy un hombre? ¿Y no es el hombre estúpido? Yo soy un hombre, así que me casé. Mujer, casa, hijos, todo… ¡la catástrofe completa!” (Alexis ZorbaZorba el Griego, 1964)

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Hay una hermosa -sutil y conmovedora- escena que clausura el cuarto episodio de Catastrophe: después de una comprensible angustia ante la posibilidad de que el bebé pudiera venir con una trisomía, Sharon espera en la cola del bus y una preciosa criatura con síndrome de Down la saluda con cariño. Ella se emociona y le dice a la madre: “Tienes una hija preciosa”. Lo indescriptible es el rostro de Sharon, la protagonista de Catastrophe: en su mirada hay compasión, cariño y, ante todo, un nada disimulado reproche contra sí misma por haber pensado que un ser vivo con esa condición no tenía derecho a la vida y al amor.

Es ese humanismo radical el que coloca a Catastrophe (Movistar Plus) entre las comedias más refrescantes de la última década y, como puede suponer quien me lee con asiduidad, eso es algo que me gana para su causa por goleada. Recuerden Justified, Rectify Fargo, muestras destiladas de amor al hombre por el hombre. Catastrophe inserta otra cuña ganadora. En un mundo cultural e ideológico donde la palabra “compromiso” produce más escozor que las hemorroides, donde hasta a los actos más solemnes se les quiere hurtar las consecuencias, donde la responsabilidad individual ha quedado abolida por el hedonismo más adolescente, en este entorno débil y posmoderno, decía, resulta altamente contracultural apostar tu premisa a la aceptación -sin dramas ni histerismos- de un embarazo no deseado y a la glorificación -sin melaza- de un acuerdo para toda la vida: el matrimonio.

Lo de sin melaza es clave. Lejos de los sermones tradicionales de la corrección política y la izquierda cultural (*), Catastrophe no predica desde ningún púlpito. Porque la efectividad de la serie radica en su rabiosa honestidad emocional; por eso -y por el próximo párrafo- suena tan auténtica. No, no hay una tesis a la que subordinar la historia, sino que del relato se desprenden, con suavidad, una visión de la familia, de las relaciones humanas, del amor y del matrimonio. Sin calzador ni anteojeras.

(*) Para los maniqueos y trincheristas: Rob Delaney es un izquierdista declarado, de los de Bernie y Hillary. Anti-Trump. Ignoro si es pro-vida, pero me da igual. Juzgo obras artísticas, no posiciones políticas de sus creadores. Es más, en ese caso, hablaría maravillas de Delaney que sea capaz de ver que la fuerza de una historia como la de Catastrophe reside, precisamente, en la coherencia interna de los personajes, cuyo conflicto fundacional es, ni más ni menos, una cana al aire en la que el aborto ni siquiera emerge como opción. 

Porque la guerra del sofá que escenifican Sharon Horgan y Rob Delaney es de las que moja la tinta en vida. Sin alcanzar la sofisticada autoficción de Louie, Curb Your Enthusiasm, Episodes o Better Things, Catastrophe revive, emboscándolas, muchas de las vivencias de sus creadores. No es solo el triángulo IrlandaLondresUSA, los nombres gaélicos imposibles y los acentos de cada lado del Atlántico, sino que un buen número de escenas y diálogos son calco de la vida matrimonial de Horgan o de la pasada adicción al alcohol de Delaney. En este excelente reportaje de Willa Paskin para el New Yorker -poco antes de que Horgan estrenara la fallida Divorce para HBO– se especifica el proceso de inspiración, ideación y creación, detallando cómo hasta la escritura se performa, literalmente, a cuatro manos, lo que habilita esa naturalidad que los personajes exhalan en cada plano. Pocas moléculas cómicas pueden presumir de una química tan precisa, natural y potente como la de este par de entrañables caraduras.

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Su autenticidad -más allá de parir, ensayar e interpretar a los protagonistas- pasa por un humor muy “inglés”, muy Channel 4, para ser más exactos. Esta etiqueta implica corrosión verbal, alergia al tabú, sana mala leche, fucks a mansalva, humor escatológico y comicidad sexual. Catastrophe es obscena, en el sentido etimológico de la palabra: lo que se dejaba fuera del escenario. Porque, tradicionalmente, la comedia romántica televisiva mantenía el lecho como objetivo, nunca como ring humorístico. Catastrophe fuerza también esa convención del género: despliega miles de coñas de cama, desde esa frescura e impudicia que otorga la cotidianidad de la vida en común, alejada ya de cualquier glamour de conquista. Hay bromas sobre pezones, pajas, pedos, olores corporales, porros, pero también sobre cuellos cervicales, panzas cerveceras o un glorioso interludio parisino arruinado por un sacaleches.

Catastrophe ha concluido su tercera temporada en plena forma. A pesar del bache que supuso la muerte de Carrie Fisher, la serie ha seguido profundizando en el día a día de un matrimonio con hijos, en sus alegrías y sus tristezas, en sus dudas, en sus estrecheces económicas, en las renuncias que implica el compromiso y, sobre todo, en sus modos de reinventar la felicidad. Los secundarios -el magnético Chris empieza a adquirir un aroma legendario- les sirven de espejos deformados con los que comparar su matrimonio y la chispa de las bromas sigue propulsándose a una velocidad endiablada. Catastrophe es tremendamente cachonda no solo por finales de episodio antológicos -como esa última escena del 2.2., en la cola del cine, donde el anillo matrimonial se enlaza con un gag desternillante-, sino porque es capaz de rebajar la tensión de los momentos más dolorosos -celos, cuernos, muertes- con un regate inesperado que alivia cualquier tensión con medicina carcajeante.

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La mejor decisión consciente que he tomado en mi vida ha sido la de casarme. ¡Yo también amaso la catástrofe completa! Quizá por eso amo tanto esta serie tierna, genuina, optimista y groseramente divertida. Porque, con Maurois, reivindica que “un matrimonio feliz es una larga conversación que siempre parece demasiado corta”.

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