, archivado en The Deuce

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Supongo que tendrá sus exégetas artísticos, pero a mí el porno me parece una mierda.

Y no solo por cuestiones éticas, sino estéticas. Recuerdo un sketch de Benny Hill que apuntaba a la perfección el problema de los jadeos atléticos y los fluídos parmalat: unos tipos babosetes, en una playa, ingenian todo tipo de triquiñuelas para ampliar su campo de visión sobre el canalillo de una bella mujer que toma el sol en bikini. Se les ve excitados, ansiosos, primarios. De repente, la tipa a la que espiaban con lascivia se quita la parte de arriba, quedándose en top-less. Voilà! A los maromos se les baja toda la libido y, desencantados, relinchan y cesan en sus pesquisas vouyerísticas con un despreciativo “bahhhhh”. Las virtudes de la elipsis, de no darle todo machacado -perdón por el doble sentido- al espectador.

De acuerdo. The Deuce es una historia sobre la prostitución y la industria del porno. Como escribí por twitter tras el piloto: la propuesta de Simon es como mezclar el Scorsese más rabioso, la calma ‘etnográfica’ de Treme y Boogie Nights. Scorsese porque uno tiene la sensación de que en cualquier momento, entre las Malas calles que circundan ese Times Square tan pútrido y setentero, va a aparecer Travis Bickle para zurrarle la badana a C.C. (un excepcional, viscoso, Gary Carr), invitar a cenar una hamburguesa grasienta a Candy y rescatar a Dominique y su prima adolescente (*) de las garras de la prostitución. The Deuce explora los mismos bajos fondos, retratando a un puñado de fracasados a los que la moneda les salió cruz. Todo ello en un entorno donde la violencia -física, moral- es el pan de cada día. Junto a esto, el ojo periodístico de Simon nos permite un acercamiento global a un tiempo y un espacio concretos, como pasaba en aquella Nueva Orleans que tanto extrañamos.

(*) La subtrama de Ginger, aunque lateral, puede ser la más demoledora de la serie. No solo por la crudeza negrera con la que la rebautizan y la “venden”, sino porque es de los pocos personajes a los que la serie no da ni un solo respiro. Nunca. Una pobre pueblerina adolescente que aspira a comerse el mundo en el Nueva York que ha visto en la tele… para dejar atrás una infancia de abusos paternales en Charlotte. ¡Ay, el precio de la inocencia!

Sus referentes, por tanto, son también literarios: Zola, Balzac, Dickens… Porque The Deuce aspira, como antes The Corner The Wire, a convertirse en un tratado sociológico, a construir un panal de personajes donde cohabiten estratos y profesiones, razas y orígenes. El acabado formal, en este sentido, se antoja clave para definir el sabor: desde los peinados afro y el grotesco colorín de los trajes de los chulos hasta el humo omnipresente y la suciedad desalentadora de tugurios, hoteluchos y garitos de alterne. The Deuce apesta a sórdido patio trasero, a bulevar de sueños rotos donde el orín de los gatos se mezcla con la soledad del perfume barato y el patético alivio segregado por puteros de todo a cien.

Así, Simon y Pelecanos dibujan una “comedia humana” donde la sombra de la política -el cambio en las leyes de “obscenidad”, los intentos por revitalizar el vertedero que suponen ciertas zonas de Manhattan– tiñe la oscura mano de la extorsión mafiosa: aquel alcalde Lindsay alimentando a los Pipilos de turno para un tirabuzón urbanístico-sexual que adecentara las calles y le impulsara a la carrera presidencial; ja, el costalazo fue histórico porque, como reza el refrán, “quien con lobos anda, a aullar aprende”. Pipilo, Hodas y compañía son las verdaderas abejas reina. Con ese paisaje de fondo, The Deuce propone un relato donde el melting-pot se elogia y refuta al mismo tiempo, una historia, en definitiva, donde los conflictos personales se anudan -¡con vuelta de rezón!- a ese aire alienado, sudoroso y maloliente que exhala toda la historia. Cowboys de medianoche, víctimas que creen no serlo, reformistas melancólicos y mucho aprovechategui que devuelven a Simon a una de sus frases favoritas: “El juego está amañado“.

the deuce 3Con este panorama, no es de extrañar que The Deuce resulte una serie incómoda de ver. Muy incómoda. Durísima a ratos. No solo por la gráfica explicitud sexual y violenta, sino por el descarnado retrato de un entorno donde la explotación de la mujer alcanza cotas esclavistas y el sexo de pago adopta la forma de una violación consentida, maldito oxímoron. No, nadie dijo que la vida fuera fácil ni la calle un lugar fragante, pero mirar al abismo de frente -sin brizna de nostalgia, más allá de las melodías Shaft de Marvin Gaye o Curtis Mayfield– te obliga a tragar saliva y bemoles en más de una ocasión durante el visionado de The Deuce. Tanta franqueza asusta. Agobia, más bien.

Sin embargo, y aquí está la magia, la serie resulta tolerable por la mirada compasiva -que no moralista- con la que Simon y Pelecanos contemplan a sus criaturas. The Deuce no alcanza, aún, el tono de epifanía que rebosaba Treme, pero tampoco se alinea con la tragedia griega que emulaba The Wire. El mundo de The Deuce rastrilla un estercolero, sin duda, pero al menos se atisba una luz al final del túnel. Por eso, en medio de la tormenta de corrupción, vicio y abuso, puede ocurrir que haya personajes que escapen de la maldición -como Ashley-, mientras que otros van subiendo lentamente escalones –Candy– hacia una existencia, al menos, no tan vomitiva. Si a eso le sumamos la energética presencia de Vincent, el alivio cómico de Frankie, el complejo de culpa pijiprogre de la interesante Abby o la mirada cariñosa del Serpico interpretado por el buenazo de Lawrence Gilliard Jr. (impagable la escena en la que las prostitutas encarceladas cenan alegremente con los polis de la comisaría), entonces, si sumamos todas las celdas, la colmena resulta mucho más orgánica y entretenida para el espectador. Un entretenimiento que, por supuesto, incluye a los zánganos de la historia: los “chulos”.

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Porque, como ocurría en The Wire, una de los puntos fuertes de The Deuce radica en la complejidad de sus villanos: por muy hijoputas que sean los pimps, los creadores se afanan en alumbrar su tridimensionalidad, su humanismo, si lo prefieren: desde los aires de grandeza del carismático (**) y deleznable C.C. (¡qué juego de miradas tan sutil en la escena con su mentor Ace, interpretado por el gran Clarke Peters), hasta las dudas del fácilmente manipulable Larry (Gbenga Akinnagbe), un tipo con más amabilidad que mano dura para los estándares de Times Square (ese detalle de tirar las gafas al suelo para que se las recoja caninamente la avispada Darlene y así convencerse de que “la domina”, a pesar de sus indisciplinas).

(**) Como ya pasaba en The Wire, la versatilidad de los actores resulta envidiable: si allá británicos como Idris Elba o Dominic West parecían haber nacido en Franklin Square o Fayette Street, en The Deuce es el londinense Gary Carr quien pasea por la calle 42 con el garbo de quien lleva allí décadas. En general, el nivel actoral resulta excelente: los expresivos ojos de Gyllenhaal, una actriz de rostro duro; el carisma en el desdoblamiento de James Franco, a pesar de la poca chicha del hermano tarambanas; la inesperada profundidad de Mustafa Shakir, qué pena Quarry; o la obesidad bonachona y lúbrica -qué acierto de cásting y tiroides– de David Krumholtz

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Más allá de carros y carretas, The Deuce también es una narrativa difícil porque demanda un alto compromiso cognitivo del espectador. Ahí es donde la marca autoral de Simon (siempre co-creador: Mills, Burns, Overmyer…) continúa alimentando su leyenda: decenas de personajes que se entrecruzan, multitud de tramas secundarias que van emergiendo como una enredadera, jerga localizada y acentos naturalistas, un ritmo glacial donde los personajes se imponen a la peripecia narrativa, una enrevesada trama donde el mítico “follow the money” se nos indigesta al espectador medio y, por supuesto, esa ambición política por documentar el lado oscuro del sueño americano.

Porque sí, ese es el gran tema de Simon (y del noir que practican Pelecanos, Price y demás novelistas que participan en The Deuce): la cara B del glamour hollywoodiense, la tristeza vital cuando se apagan todos los neones, los detritus que se esconden bajo las alfombrillas del éxito y el progreso. No, no es nada nuevo descubrir que la visión de Simon es abiertamente marxista: él parte de la idea de que el sistema está corrupto y el capitalismo es una monumental estafa. Sin embargo, lo definitorio de sus historias -a diferencia de, digamos, un The Handmaid’s Tale– es la aversión al sermón ideológico. Primero hay una historia potente… y de ahí emergen determinadas críticas sociopolíticas, sin caer ni en el simplismo, ni en el maniqueísmo. El mundo es complejo y el primer mandamiento del ex-periodista del Baltimore Sun parece ser el de encarar la complejidad, sin paños calientes. De ahí que, por ejemplo, no tenga miedo a que le zurren -dichosa corrección política- por perpetuar estereotipos raciales o étnicos, caer en una nostalgia que desbarata su mensaje anti-explotación, o, esto es de mi cosecha, que el ascenso profesional de Candy exprese las virtudes del capitalismo como ascensor social para innovadores… antes que sus fallas.

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La sinopsis de la web de HBO para el poderoso -trágico y esperanzador- séptimo capítulo incluía una expresión tan inusual como genial: “Los chulos de la Deuce se enfrentan a la obsolescencia”. ¡Obsolescencia! Maravilloso. Los tiempos están cambiando y se impone el renovarse o morir. Sin embargo, no es casualidad que el piloto y la season finale concluyan con dos planos calcados por la sagaz Michelle McLaren: un pasillo de habitaciones donde la carne femenina se vende al peso y el placer se simula.

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Puertas cerradas, asfixia moral, sonidos tétricos, falsos, donde el dolor se da la mano del placer. La misma mierda con diferente iluminación. Porque David Simon y George Pelecanos nos están advirtiendo de que los tiempos cambian, sí, pero al estilo lampedusiano: para que todo permanezca igual.

pasillo final

 

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