, archivado en The Leftovers

Apaleado. Exhausto. Durante las últimas 10 semanas, cada lunes he llegado a la cama tambaleándome como un boxeador. Cada asalto de la segunda temporada de The Leftovers (HBO, Movistar Plus) se convertía en una somanta existencial que te mandaba al rincón magullado por la duda, la desesperación, la ansiedad y la locura. ¡Jodida Patty! ¡Una granada en un autobús, de qué coño vas? No veía a tantos personajes sufrir semejante castigo desde el último tramo de Battlestar Galactica. Había días en los que uno no sabía si los sádicos eran Perrota y Lindelof o los espectadores que seguíamos anonadados las desventuras de un mundo colapsado, sin posibilidad de rearme o redención. Si ni siquiera hay milagros en Milagro, Texas

¡Y yo que casi me la pierdo!

De aquellos polvos lostianos venían estos lodos: no quería picar el anzuelo. Así que me pertreché de armadura, en el verano de 2014, para enfrentarme al piloto de The Leftovers. Y, claro, me ahogué tanto con el yelmo que me convencí, antes de tiempo, de que por ahí asomaba otro timo de la estampita. No, of course, nunca fui de los tarados que demandaban a Lindelof por twitter que les devolviera seis años de su vida, pero sí que tengo la obligación de afinar mucho más el radar: demasiado buena televisión como para errar eligiendo. Me fliparon aquellos títulos de crédito de expresionismo sixtino, metafóricos en sí mismos como cualquier Miguel Ángel. Pero pensé, listo yo, que eso no era más que atrezzo pinturero y que me sabía el truco: un concepto de alta costura (desaparece un 2 por ciento de la población), un misterio insondable al que se le irían abriendo escotillas (el porqué de la Partida), una mitología que iría creciendo entre los matorrales (los ritos  de los Guilty Remnant, el niño al que tiene que salvar Tommy Garvey), un puñado de pistas falsas aparentemente clave (los perros rabiosos, los pitillos en blanco) y un relato coral para jugar emocionalmente con todo el espectro de audiencia. Misterio + Fantasía + Drama familiar. Bah, yo ya he estado aquí. Y pasé de largo.

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(Espoilers de las dos temporadas)

Meses más tarde, ante la insistencia de críticos de los que me fío y de amigos cualificados en San Sebastián y Murcia, decidimos darle un tiento en casa. “Si no te emocionas con el tercer capítulo, puedes olvidarte de ella”, me dijeron. Llegué a “Two Boats and a Helicopter” (1.3.) y sufrí en carne viva con el tormento y la ingenuidad y la culpa y la esperanza imposible del reverendo Matt Jamison. Y aunque la serie mantenía esos reflejos misteriosos -gratuitos, caprichosos, guayones- que siempre me incomodan, conforme devoraba capítulos emergía la evidencia: The Leftovers era una relato que no se iba a preocupar lo más mínimo en resolver lo ocurrido tres años antes. Ninguna intención de aclarar las causas, sino de de explorar las consecuencias; no había una isla sino una llaga gigantesca imposible de cicatrizar.

En cauterizar esas heridas opera con destreza The Leftovers. No solo con unas interpretaciones de una intensidad sobrecogedora -con rostros siempre a un soplo de estallar-, no solo por el lancinante ritornello de Max Richter, sino por el cultivo de un ritmo pausado, movedizo, que nos otorgaba tiempo para hundirnos lentamente con estos desdichados, para intentar respirar con sus asfixias, sus culpas, sus obsesiones, fantasmas y lamentos… hasta desembocar en los dos mazazos que pegaban el retroactivo “The Garveys at Their Best” (1.9.) y el dantesco “The Prodigal Son Returns” (1.10.).

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Por eso la etiqueta que mejor define The Leftovers es la de drama metafísico. Un relato muy consciente de pisar un terreno enfangado, imposible, el de las primeras preguntas… que también son las últimas. Y por eso resulta tan apasionante: porque seduce al espectador para hacerle cómplice de lo incomprensible. Porque indaga, desde todos los ángulos posibles, la pérdida de los seres queridos, desde la culpa del superviviente (las balas de Nora Durst) hasta la fumada de los azotes que no permiten olvidar (los Guilty Remnant), pasando por el temor de Dios y el terror de la repetición. Y, en definitiva, The Leftovers es fascinante porque, precisamente por su puesta en escena realista y cotidiana, se enfrenta de tú a tú con el misterio en un universo donde se han desmoronado hasta las certezas más básicas. ¿Desastre natural? ¿Magia? ¿Coincidencia? ¿Castigo divino? ¿Resurrección? ¿Locura?

Así, la serie de Lindelof y Perrota contradice -posiblemente sin quererlo- a los ateos reaccionarios, habitualmente poco tolerantes, que se empeñan en olvidar que la peña, desde Altamira hasta la primera colonia que construyamos en la Luna, tiene afán de trascendencia. Que el hombre necesita creer. Por mil y una razones: para no sentirse solo, para encontrar consuelo, para otorgar sentido… No, por supuesto, eso no convierte a The Leftovers en una hoja parroquial, pero sí en uno de los relatos televisivos que más en serio se ha tomado el asunto de la fe, tanto en su vertiente optimista (Matt) como en su faceta tétrica (Meg).

Desde esa perspectiva, la extraordinaria y agónica segunda temporada se ha tirado un órdago siguiendo la máxima de Chesterton: “Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo”. Creer, por ejemplo, en Jarden, Texas. Meca de peregrinación. Agua santa. Tipos que contactan con los del más allá. Un oasis de esperanza. Un lugar llamado Milagro donde las jóvenes alegres se bañan en lagos paradisíacos, los vecinos comparten barbacoas amables y el sol siempre brilla resplandeciente. ¿O no? Pues no. A los pocos minutos la Estigia se seca, las chicas se alistan a la locura, el último apretón de manos entre John y Kevin presagia una guerra y, en definitiva, una penumbra siniestra patrulla la engañosa luminosidad del jardín del Edén. Hasta el paraíso acabará convertido en infierno. Y, sin embargo, Mary despierta del coma, Kevin visita hasta en dos ocasiones el hotel Limbo y los Garvey acaban re-unidos como nunca antes. ¿Entonces?

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En ese intersticio, en esa contradicción, en ese terreno inexplicable es donde se mueve The Leftovers a las mil maravillas, sustituyendo la claridad de la explicación por la intensidad de la exposición. A ratos, esto puede resultar frustrante, pero es tal la fuerza emocional del relato que uno lo deja correr. Sí: nos quedamos sin saber por qué Evie, por mucha rabia adolescente que acumule y “You understand” que escriba a su madre, es capaz de dar el paso al terrorismo fumeta; o nos rascaremos la cabeza divagando sobre si la ciencia podrá dar respuesta convincente al rollo de estar ocho horas enterrado… o en verdad fue un milagro. Fe o razón. Fe y razón.

Porque esta segunda temporada -agotado el material literario de la novela de Perrota- se ha afanado más, si cabe, en tejer ese diálogo metafísico, repleto de callejones sin salida y preguntas sin respuesta. Para empezar, una nueva cabecera refuerza la ambigüedad que, de manera más insistente, recorre el ciclo de Jarden: un country alegre, liberador, atiborrado de imágenes gentiles y jubilosas… donde una silueta nos recuerda el agujero del alma, esa sombra lúgubre que se cierne sobre la cotidianidad, tan frágil y atemorizada desde aquel 14 de octubre. Después, así, sin anestesia, un prefacio cuasi mitológico sobre el origen, los lazos afectivos y el temblor de lo inexplicable. Entonces un terremoto, ahora una Partida; y siempre el miedo a lo desconocido y la necesidad de convivir con la incertidumbre. No es casualidad, por supuesto, que el capítulo lleve por título “Axis mundi”, ese punto de conexión entre el cielo y la tierra.

Ese título constituye el enésimo ejemplo de cómo metáfora y relato se dan la mano en cada esquina. El pájaro enterrado, el grillo que no calla, el hotel Limbo, el Nabucco de Verdi, el Caronte del puente y del bar, la niña del pozo o, incluso, el Homeward Bound de Simon & Garfunkel, una escena destinada a la parodia que, sin embargo, se convierte en una poderosa declaración de amor por la familia, merced al inconmensurable Justin Theroux.

Con el capital emocional atesorado durante su primer año, The Leftovers se ha permitido forzar más la máquina en el plano simbólico, pero también en el narrativo. Ha cambiado radicalmente de escenario y ha dedicado todo su primer capítulo -además del prólogo cavernícola- a unos nuevos e intrigantes protagonistas. ¿Una serie difícil e incómoda? ¡Zasca! ¡Toma dos tazas!

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Pero quizá el rasgo narrativo más relevante sea el de focalizar cada capítulo en uno o dos personajes, algo que en el primer año solo ocurrió, de forma muy eficaz, con el ya citado 1.3. y el devastador “Guest” (1.6.), punta de lanza del personaje de Nora Durst (inmensa Carrie Coon). Esta segunda temporada esta estructura se ha convertido en norma, permitiendo así que las historias adoptaran una forma más orgánica, más unitaria y más potente desde el punto de vista emocional. Por ejemplo, el duelo dialéctico entre Nora y Erika al final de “Lens” (2.6.) habría carecido de tanta electricidad si no hubiéramos estado sometidos a su presión durante los 40 minutos anteriores. Tampoco el “especial” dedicado a Meg (“Ten Thirteen“, 2.9.) habría resultado tan turbador si el cruel liderazgo de la mantis Liv Tyler hubiera acechado de manera más habitual. Pero, sobre todo, esta estructura ha servido para regalar uno de los episodios más memorables de los últimos años: “International Assasin” (2.8.).

Si la reyerta freudiana entre el atormentado Kevin y la tocapelotas Patti se ha ubicado siempre entre lo más suculento de la serie, la sorprendente liberación del 2.8. tiene todo lo que se le puede pedir a un relato que quiere noquear al espectador: desorientación controlada, escenas de acción, dilemas morales, nueva luz para los personajes, avance narrativo, puntos de no retorno, símbolos recurrentes, varios niveles de lectura, tensión, sorpresa, compasión, lágrimas, vida, muerte…

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A pesar de la fuerza que ha ganado la segunda temporada, la única pega que le pondría a una estructura tan marcadamente episódica es la poca presencia que ha tenido la excelente Amy Brenneman, una actriz que, el año pasado, lograba una expresividad fuera de lo común sin decir ni una palabra. Además, reconozco que, como en otras partes del relato más sobrenaturales (Isaac, Virgil, los acampados), no he terminado de entender bien si la pamema de los abrazos con su hijo era un timo benéfico o un intento honesto por rescatar espíritus alienados.

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Por eso me gustó especialmente que en la season finale el incrédulo John Murphy -quien, como Santo Tomás, ha tenido que tocar las heridas para creer- le espetara a Kevin Garvey: “No entiendo lo que está pasando”. “Yo tampoco”, le responde su vecino. Como si fuera un metacomentario, muchos espectadores nos hemos encontrado rascándonos la cabeza y musitando esa misma sentencia. Por eso entiendo a quienes les exaspera el tono deliberadamente abierto de The Leftovers. Yo mismo he formado parte de ese pelotón de fusilamiento. Y, sin embargo, Lindelof y Perrota han sabido convertir ese defecto en virtud, insertando en el corazón del relato la idea de que la lógica terrenal y la celestial (Axis Mundi) pueden convivir, aunque sea en batalla perpetua, extrayendo oro dramático de una contradicción que nos acompaña desde el principio de los tiempos.

Está en el aire la posibilidad de una tercera temporada para esta serie tan poderosa y magnética. Tan extraña y ecléctica. Tan apasionante. “La familia es todo”, asegura Meg antes de destrozar el espejismo. Y tras tanta depresión, tristeza, dolor y lucha titánica contra uno mismo, Kevin Garvey logra hacer su “camino a casa”, por fin en paz consigo mismo. Y ahí están todos a los que alguna vez amó. Su familia. Todo. Y aparece Nora portando una luz en medio de la oscuridad. ¡Una luz! You’re home.

Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis (“Dales Señor el eterno descanso y que la luz perpetua los ilumine”). La luz perpetua, Nora, una sonrisa, todos reunidos. La felicidad, por fin, tras el apocalipsis. Una última contradicción: The Leftovers ha entonado un réquiem… pero por los que se quedaron aquí. Por supuesto, un réquiem con final feliz. Como todos.

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