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The Good fight

Ahora que se avista la nueva temporada de The Good Fight —Diane, Adrian: prometo ponerme al día pronto con las andanzas de vuestro bufete— es un estupendo momento para alabar el tándem amoroso y creativo que conforman Michelle y Robert King. La vida da para lo que da, por lo que yo solo he visto la primera temporada de The Good Fight, que parece su serie más cañera, políticamente hablando. Y bien está que así sea. Lo que me cautiva del matrimonio King no es que expresen a través del entretenimiento televisivo algo que todos tenemos (una visión del mundo, unas intuiciones políticas y morales), sino que sus historias estén abiertas a la duda, al diálogo, al entendimiento. Que eleven preguntas en lugar de predicar homilías laicas.

Ahora que cada vez hay más series —y críticos y periodistas— empeñadas en mirar por encima del hombro al espectador para decirle cómo ser bueno, ahora que tanta gente anda proponiendo que el entretenimiento se convierta en catequesis, uno de los rasgos más admirables de los King es la reivindicación de la ambigüedad. La puesta en escena de la complejidad ideológica. La mayoría de casos que jalonaban The Good Wife eran apasionantes precisamente por alumbrar contradicciones y exhibir razones muy razonables en cada esquina del espectro político. Esa apertura «epistemológica» es cada vez más rara de encontrar.

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