, archivado en We Own This City ,

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«Y, ¿sabéis qué? Si se utiliza la fuerza es para ganar. Hay quien dice que es ‘brutalidad policial’ cuando la policía gana. Pero, que yo sepa, es lo que se espera: si hay que dar leña, ¡ni brutalidad policial ni leches! Si perdemos las peleas, perdemos las calles. Grabáoslo a fuego».

Con esta arenga del sargento Jenkins a sus muchachos de la Unidad de Rastreo de Armas de la policía de Baltimore comienza La ciudad es nuestra. El nombre de David Simon a los mandos ha convertido esta miniserie en uno de los acontecimientos seriéfilos de la temporada, sobre todo para el espectro más gourmet. Teleshakespeare, la caja listísima, un Balzac audiovisual, un ensayo hilado con imágenes, la procesión del procedimiento y aquel ya mítico «que se joda el espectador medio».

Si en la colosal The Wire, la obra maestra de Simon y Burns, una conversación de apariencia intrascendente entre Jimmy McNulty y un malote de barrio condensaba la almendra ideológica de la serie desde la secuencia de apertura —«esto es América, tío y el juego está amañado»—, en La ciudad es nuestra lo que se nos graba a fuego es, en realidad, el doble rasero del protagonista. Porque la clave de ese poderoso speech inicial radica en una porra que, mediante breves flashbacks, exhibe malabares amenazantes por las calles más deprimidas y conflictivas de Baltimore. La arbitrariedad de una botella rota para lanzar otro mensaje: aquí mando yo, estas son mis calles, mis reglas.

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