, archivado en True Detective

Hay varias formas de encarar, desde la crítica, un producto decepcionante: en la primera gotea el colmillo tras el zarpazo de cada párrafo, rebosante de ironía, mala leche e, incluso, indignación (¡!). Yo mismo he flirteado con esa modalidad y supongo, soy humano, que seguiré cayendo en la tentación. Todos tenemos una parte hijoputa y cachonda. Sin embargo, cada vez estoy más convencido de que para poner a parir algo que unos tipos han tardado años en levantar es necesario algo más que un látigo y varios retruécanos. La crítica como institución cultural (¿?) puede llegar a ser cruel e injusta; lo fácil es escribir desde el teclado de casa.

Veamos si lo consigo.

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Los amantes del noir clásico estarán familiarizados con la anécdota: los guionistas de la adaptación cinematográfica de El sueño eterno (Hawks, 1946), entre los que estaba el ínclito William Faulkner en labores alimenticias, telegrafiaron a Raymond Chandler para preguntarle si el chófer, Owen Taylor, se había suicidado o le habían mandado al otro barrio en caja de pino. La respuesta de Chandler es legendaria: “¡Demonios, no tengo ni idea!”.

Sin necesidad de elevar la anécdota a categoría, el chascarrillo del chófer ahogado exhibe con rotundidad uno de los rasgos del cine y la novela negras: la trama es un vehículo, un artefacto secundario. A diferencia de los relojes suizos de Agatha Christie, Hammett y cía sacaban el crimen del jarrón veneciano y lo desparramaban por los callejones apestosos de la metrópoli para interrogar los porqués del Mal, enseñar la mierda bajo las alfombrillas del poder, calibrar el peso griego del pasado y poner a derribar molinos de viento a un puñado de perdedores salidos de un cuadro de Edward Hopper. El cómo se imponía al qué.

¡Psst, psst! ¿Y todo este rollo para hablar de True Detective II?

Sip.

La decepción de esta segunda entrega ha sido generalizada (Sepinwall, VanderWeerf). Casi tanto como el embelesamiento ante las verborreicas y a ratos fascinantes aventuras de Rust Cohle y Marty Hart hace un año. Basta con leer al brillante Toni García en El País para calcular hasta dónde ha ascendido la riada y cuánto han despertado sus ronquidos. Para no repetir sus argumentos, intentaré dar un paso más allá: creo que los errores de esta segunda temporada están incubados en aquella primera, por mucho que las series-miniseries aprieten el botón de reset tras cada “The End”.

Quienes sigan este blog recordarán que no participé del entusiasmo colectivo en torno a la primera temporada de True Detective. Me pareció una serie muy superior a la media, por supuesto, pero había elementos que me chirriaban. Mis pegas se podrían resumir en cuatro conceptos: una trama hinchada, unos secundarios de tabla de planchar, cierta pedantería ideológica y un formalismo con aires de trascendencia.

El problema cuando desembarcas en un género tan codificado como el noir estriba en el difícil equilibrio entre tradición e innovación. El creador (y el espectador) busca un aroma, unos conflictos dramáticos, una denuncia social… pero quiere (y más en la HBO) refrescar el género, no fotocopiarlo. El año pasado había una mirada; este tan solo un espejo y mucho humo.

Pizzolato ya reconoció abiertamente que no le interesaban los asesinos en serie, esto es, que sabía que la trama era un vehículo. Pero al menos ha de tener cuatro ruedas, volante, carrocería y caja de cambios. Si no, el espectador no sabrá cómo manejarlo. Ahí nace el primer gran problema de este año: se ha antojado imposible para el espectador medio saber qué demonios pasaba. Sin renunciar a cierto sarcasmo anglosajón, resulta admirable la labor de Willa Paskin para ordenar la trama de la serie, más difícil de podar que un secuoya californiano. Eso, por descontado, ha hecho de True Detective una historia aburrida, sin pegada. Un relato donde la confusión se confunde con la complejidad y la oscuridad con la hondura. Algún efecto perverso tenía que encerrar aquel sonoro “¡que se joda el espectador medio!”.

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A falta de una peripecia argumental más potente y ganchuda para ubicar esos dilemas, tormentos y herencias que, supuestamente, le interesaba explorar a Pizzolatto, True Detective ha tenido que rellenar por los costados, forzando un enjambre de secundarios sin entidad dramática, que aparecían y desaparecían por necesidades del relato. ¿Alguien sería capaz, ya en el episodio 5, de aportar tres características dramáticas del alcalde Chessani, el difunto Caspere o el jefe de policía Holloway? Desde luego, son muy relevantes en el relato. Ahí me temo que o apuestas por ir construyendo el juego desde abajo, como hacen series-río al estilo de Juego de tronos o The Wire, o reduces drásticamente la trama para que lo que quieres contar quepa cabalmente (y, sobre todo, implique emocionalmente al espectador) en ocho capítulos. No. Este True Detective, por estirar el símil futbolístico, ha optado siempre por el patadón p’alante. Así, no resulta extraño que todo el origen del lío se resuelva con unos hermanos huérfanos (¡y bastardos, gensanta, culebrón!) a los que apenas habíamos entrevisto cinco capítulos antes. Cartas marcadas de una baraja con la que no se juega, como aquel villano de orejas verdes de cuando Cohle y Hart.

Los ronquidos de la trama podrían haberse silenciado si los personajes poseyeran atractivo dramático. Cualquier serie de David Milch puede ser tan espesa como ésta, pero al menos sientes que a los personajes les va la vida en ello… y, como espectador, viajas a bordo del problema. Ni siquiera hay que irse a Luck o Deadwood: hay días en los que la trama de Hannibal resulta más enrevesada que una serpiente agarrada a una enredadera y, sin embargo, su hechizo se antoja tóxico y adictivo. Te importan las vidas de los personajes, sus dolores, sus dilemas, sus pasados, sus contradicciones. Aquí, en True Detective, todo se contempla con una distancia casi clínica (y cínica, para qué engañarnos), donde el cliché de género obstruye cualquier atisbo de empatía. ¡Todos están tan, tan atormentados! ¡Todo es tan, tan corrupto! A ratos, son tan visibles las ya fatigadas costuras del género que True Detective roza la autoparodia: desde las cicatrices físicas de la camarera del bar más triste del mundo (¿¿y esa tipa que canta??), hasta esos nigga que se cuelan entre los traumas del último delirio desértico de Frank (¿¿en serio??).

Y no, los actores no ayudan. La trama del pasado año podía resultar más o menos confusa, pero cada encuentro de McConaugheyHarrelson levantaba astillas hipnóticas e incendiarias. Por el contrario, a Vince Vaughn le faltan colacaos para acojonar a una ciudad, a Rachel McAdams le sobra escuadra y cartabón (aunque, esto, realmente es más problema de escritura que de ejecución), Colin Farrell despliega una hemorragia de tics (el gesto más cansino: el del chicle) y el bueno de Taylor Kitsch prolonga su coraza de héroe silente: uno empieza a sospechar que su falta de expresividad sea estricta limitación actoral.

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La última herencia del año pasado: la sobrecarga temática y la formalidad “trascendente”. Tras el segundo capítulo de este año, mantuvimos un pequeño y animado debate en La Script de La Ser. Amablemente invitado por José Manuel Romero, yo actuaba de cuota aguafiestas. Una de las inercias que me rebela del arte contemporáneo es la asunción de los popes intelectuales -lo que incluye a muchos creadores gafaplastas (sic)- de que si un producto cultural -a priori siempre una obra maestra y revolucionaria- no se entiende es porque el público es lerdo y solo alcanza a diferenciar los matices dramáticos y estéticos de Transformers 4.  Vamos, que si uno no descubre la crisis de Occidente en el “Blanco sobre blanco” de Malevich es poco menos que un cazurro.

Un reflejo similar -salvando las distancias- encontré en la primera temporada de True Detective. Para exprimir todo el jugo necesitabas un máster en estudios feministas (la crisis de la masculinidad), conocimientos de física avanzada (la cuarta dimensión), ser experto en literatura de terror (Chambers y el rey Amarillo), lego en filosofía existencialista (los monólogos de Rust) y estar familiarizado con la iconografía forense del serial-killer y los resortes de la metaficción.

Ojo, no, no estoy diciendo ni mucho menos que las series no puedan tener diversos niveles de lectura (Mad Men y The Wire serían el paradigma), sino que la televisión (incluso la de cable, que no se consume en museos, sino en el salón de casa) no debe requerir un doctorado para disfrutar el capítulo semanal. Que la unidad de sentido y disfrute, dentro de lo razonable, debería estar al alcance de un espectador medio, que somos la mayoría de los que pasamos el test del piloto. Y luego, quien quiera, que escarbe y vaya desenterrando capas de complejidad.

Todo esto viene a cuenta de la ambición “filosófica” de Pizzolatto, que debatíamos en el programa de la Ser.  En toda esta segunda temporada hay una obsesión por reflexionar sobre la paternidad y el origen; no hay ni un solo protagonista que no escape de lo que se presenta como una maldición: las confusas, repetitivas e infértiles conversaciones de Frank con su esposa, la telenovela pelirroja del ADN de Velcoro (99,9%, ¿entonces, de dónde viene ese color anaranjado del nene?), el progenitor ausente y la paternidad forzada y avergonzada de Woodrough o el alucinado hippismo post-Manson del papá de AntígonaAniBezzeridesAntígona, claro, cuyo apellido era Edipo!). Ah, por no olvidar que los dos huérfanos, como decíamos, también eran hijos de mamá adúltera, of course, o ese Chessani destronado por su vástago (que alguien cite aquí a Shakespeare, por favor).

Sobre el papel puede que todos esos resulten conflictos atractivos. Y no dudo de que la paternidad es un asunto apasionante: doy fe cada día como co-responsable de una familia numerosa. Pero, por más vueltas que le doy, no encuentro en True Detective una reflexión enhebrada que permita presuponer una tesis de fondo coherente y consistente. “¿Y por qué tiene que haber una reflexión sobre la paternidad? ¿Por qué no puede ser simplemente una serie de detectives y misterio?”, me preguntará un lector exigente. Pues porque todas las pistas dentro del texto y fuera -incluidas las entrevistas a Pizzolatto y el pacto de lectura establecido en la primera temporada- resaltan la ambición de True Detective como “televisión de calidad”, esto es, densa, intensa, innovadora, autoral, repleta de comentario social y político. Y, ejem, porque no llamas a uno de tus personajes principales Antígona a no ser que quieras hacer que la peña tire del hilo…

Hay quienes atribuyen este descenso de calidad a la estampida de Cary Fukunaga. No lo sé. Y dudo que sea fácil, en un medio colectivo como la televisión, discernirlo. Quizá es que Pizzolatto es hombre de una sola bala; o que necesitaba dos años para pegarle el lifting que necesitan estos guiones. Lo que sí es cierto es que esta temporada ha carecido de esa personalidad visual que tuvo el año pasado; que la insistencia de los personajes en contarlo todo, la sobreexposición, la traición al mandamiento cinematográfico que apuesta por el “Show, don’t tell” ha ido en detrimento de una trama ya de por sí enrevesada. Un ejemplo sintomático del relleno y el “Contar, no mostrar” que se ha marcado True Detective este verano: la última conversación entre Frank y su esposa gasta tres minutos en repetir, desde diversas partes del restaurante, una y otra vez lo mismo, como si fuera un eco de melodía Pimpinela.

Tampoco sabremos nunca si Fukunaga habría evitado el falso cliffhanger de Velcoro muriendo y su resurrección de cabaret, si habría relanzado la trama tras el espectacular tiroteo de “Down Will Come” (2.4.), si habría abusado de las ralentizaciones de saldo para que las zagalas salieran por Venezuela de noche… ¡con sombreros gigantescos! o si habría resuelto con tanta brillantez la mejor secuencia de la temporada: la tensa discusión entre Ray y Frank al inicio del sexto capítulo, el más brillante de esta tanda para mi gusto.

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Una de las cosas que me sorprendió, para bien, el año pasado fue su clausura a contracorriente, extrañamente luminosa. Esta vez todo ha resultado más previsible, más típicamente noir. Bien está. Pero, para eso, prefiero el original: un sueño eterno donde el mayor problema sea la muerte del chófer, no el ruido de mis ronquidos al no poder despertar de aburrimiento.

9 Comentarios

  1. Javier Melendez

    Completo análisis con el que coincido.

    Ignoro el poder de Pizzolato, si sus textos son tenidos por sagrados como los de Mamet. Cualquier director con cierta autonomía tomaría True Detective 2 y reduciría el diálogo a la mitad. Tantas \”escenas francesas\” no son buenas.

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  2. Charles

    Genial. Coincido en casi todo.

    ¡Qué rápido pasan ocho semanas!

    En Grantland y el NYT llegué a leer la coña de que el show se llama True Detective, pero ninguno es un True Detective. Especialmente Ray Velcoro, pero aún así era \”el bueno\” y me dolió su final. Pero el tío ni es buen padre, ni buen gángster, ni buen policía. Ni buena gente. Tampoco se le entiende al hablar. Y ahí está el hombre.

    Estoy de acuerdo con lo que comentas de Pizzolato. Una cosa es dejar la trama como algo secundario, y otra, olvidarte de ella. Que es lo que parece. O es mucha trama, o son pocos capítulos. Es verdad que aquí y a muchos otros sitios venimos a eso, a dejar la trama para el postre y comer historias, personajes, conflictos, cosas chulas. Pero esta temporada… poco. Y no hace falta comparar con la primera. Se cae por si sola, y pese a todo, me ha gustado y ya quiero ver la tercera. Pero la primera tenía esos planos de Luisiana, esa música southern gothic, esos personajes, esa niebla oscura alrededor. En TD2, lo más oscuro quizá haya sido el hombre pájaro, y luego se olvidan de él. Una pena. Y también una pena los pocos planos de la ciudad ficticia de Vinci.

    Demasiados paralelismos, demasiadas copias en la fórmula, y casi todo mal, por exceso o por defecto. Las conversaciones en el coche, ni punto de comparación con TD1. El tiroteo con Ledo Amarilla es un happy park al lado del falso tiroteo de TD1. Todos viven en TD1, todos (los hombres) mueren en TD2.

    Perdón por semejante tocho, pero tenía muchas ganas de terminar la serie y comentarla. A Pizzolato le ha pasado como a George Lucas. Hiciste una cosa muy buena una vez, pero la segunda vez te has columpiado. Muy bien Star Wars 4-5-6, pero después de 1-2-3, es hora de que cedas el timón. Gracias por todo, pero después de poner la primera piedra, deja que otro edifique tu iglesia según los mismos parámetros.

    En fin. Ojalá TD3 pronto.

    Un abrazo!

    PD: Como curiosidad, cuando los detectives investigan el caso en el rodaje, aparece un asiático un poco extravagante. Las malas lenguas dicen que ese personaje está basado en Cary Fukunaga.

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  3. yurik

    Poco más que añadir, me ha parecido una temporada patética en casi todos los sentidos. A ratos incluso costaba saber si no estaban de coña -la visita final de Velcoro a su hijo en el cole y la placa me parecen la gota que colma el vaso-, unas actuaciones nefastas -en especial Matthew Vaughn y su mujer-, una puesta en escena sencillamente cutre -los dos tiroteos parecen sacados de SoA- y bueno, toda esa pedantería de tres al cuarto y oscuridad de novela adolescente, los personajes a veces me recordaban a los hermanos Winchester cuando se ponen tristones. En fin, luego se cancelan cosas como Luck -me gusta que hayas citado a Milch- y nadie dice nada.

    Y a pesar de todo me lo he pasado bien, he disfrutado del Hate Watching y la trama me ha gustado más que la de la primera temporada, no por ser más compleja sino por no traicionarse al último momento con el orejudo verde.

    Sigo pensando que si alguien pusiese en vereda a Pizzolato esta podría ser una gran propuesta, pero tras dos temporadas la visión de este señor está muy desgastada y la autoparodia inconsciente ya es demasiado evidente.

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  4. mr sloane

    A mi se entusiasmo el primer volumen de True Detective, de hecho cuando sacaron su novela Galveston corrí a comprarlo y efectivamente al escritor y guionista se le ven las costuras, este libro no es un noir habitual, al final es una reflexión sobre las segundas oportunidades, el maltrato a las mujeres y unos personajes muy muy torturados. El buen hacer de la primer TD residia en la dirección de Cary Joji Fukunaga y no tanto en los guiones de Nic Pizzolato, sin Fukunaga y con un reparto de actores tan pobre en actuación y en matices pues paso lo que se esparaba. Lo peor sin duda Vince Vaughn y ese intento de gánster que si pero no, los tics enormes de Colin Farrell y el hieratismo de Taylor Kitsch, que en Friday Night Lights cumplia pero se va viendo que como actor es un cero a la izquierda y Rachel Mcadams, no es santo de mi devoción y ha funcionado a veces si, a veces no(véase su papel en la ultima película de Philip Seymour Hoffman, The Most Wanted Man, se carga el conjunto actoral). Aburrida, existencialista en exceso y demasiado corrupción tan a la vista, lo dije en un tweet, esto parece Los Ángeles.

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  5. Julen

    Hola,

    jo Alberto que duro ha sido para mi leerte esta vez, siempre acudo a tus líneas cuando necesito contrastar opiniones pero en esta ocasión (al igual que el sentir general) creo que estás bastante errado.

    Es cierto que a la serie le cuesta arrancar y la trama es excesivamente enrevesada y ya por lo que veo en mi círculo desde los primeros compases de la temporada muchos ya habéis cruzado a la serie por mucho bueno que pudiera llegar a continuación. La primera temporada como dices es una serie buena pero que no llega ni mucho menos a ser una joya, de hecho los dos últimos capítulos son flojitos, pero el personaje de matt tenía mucho flow y es que los gurus atrán a los espectadores como la miel a las moscas.

    Esta temporada en cambio ha optado por ser radicamente diferente, ha ido introduciéndonos poco a poco y se ha dejado de fuegos de artificio. Me duele mucho ver que no te haya gustado el personaje de Frank, yo he sido el primero que me eche las manos a la cabeza con el fichaje de Vince, pero ahora me retiro y pido perdón porque su Frank ha sido brillante, alejado de estereotipos.
    No tengo tiempo para alargarme, pero quería lanzar este grito a favor a una temporada que opino ha sido brillante con un final de infarto.

    Un abrazo

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