, archivado en Atlanta

Mi familiaridad con la cultura del rap es como con la liga de fútbol griega: me suena la brusca vistosidad de algunos nombres y buceo algo más cuando los escándalos emergen en las portadas. Nada más. Solo el recuerdo Community del gran Donald Glover y la fiabilidad de la marca FX me animaron -con más pereza que convicción- a darle una oportunidad a la ahora galardonada Atlanta (en España, por Fox). ¡Y vaya si merece la pena! Te enganchas a un mundo tan ajeno a un español urbanita precisamente porque el dibujo de los personajes respira vida, matices, esquinas por alumbrar. Ahí radica la humanidad compartida.

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(Hay leves espoilers de la primera temporada; si no eres muy cafetero puedes seguir leyendo sin problemas)

El humor de cable siempre ha cortejado la perplejidad y la pedantería, hasta el punto de vender muy caras sus carcajadas. Tras años de experimentación y risas congeladas, fue Louie -con su anarquía estructural, su autoficción paródica y su inventiva sin límites- quien catapultó el post-humor televisivo hasta el Olimpo crítico en el que nada hoy. De ahí nacen hijos directos –Better Things– o bastardos, como este Atlanta surgido de las vivencias y melodías de Donald Glover, un hombre-orquesta. La serie regala, pues, una mirada personalísima, inimitable, ajena a cualquier fórmula. ¿Podemos compararla con algo? Bueeeno. Salvando todas las distancias -que son muchas- podría reivindicarse la “voz de una generación” de Girls, pero trocando el pijerío blanco de college neoyorquino por el el barrio negro obrero de Atlanta; también, salvando las distancias -que son muchas-, Atlanta trabaja aspiraciones de retrato sociológico, como hacía The Wire con Baltimore o, ejem, Shameless con Chicago. Y, por último, salvando las distancias -que siguen siendo un porrón-, Atlanta maneja suavemente ese punto de humor absurdo, del que te rompe la cintura, que es una constante desde los surrealistas Monthy Python hasta el descacharrante “Troy and Abed in the Morning” de Community.

De esa última esquirla bizarra nacen bravuconadas como la de un Justin Bieber negro (sic) en el divertido “Nobody Beats the Biebs” (1.5.), posiblemente el episodio más equilibrado de la temporada, o la cremallera con que se abrocha el último gag de “The Club” (1.8.). Es un episodio pesado y algo desquiciado, como suele ocurrir cuando Paper Boi centra demasiado la acción; sin embargo, la carcajada del cierre redime el episodio hasta volverlo memorable. Un problema similar afronta ese pastiche de talk-show para una cadena especializada en público negro: “B.A.N.” (1.7.). Es uno de esos episodios especiales, que rompen amarras con cualquier continuidad, y precisamente por eso puede resultar tan atractivo como denostado. Se echa de menos en pantalla a Earn (Donald Glover) y al estupendo alivio cómico que es Darius (Keith Stanfield), pero el episodio alimenta varios fuegos candentes y regala un par de subtramas cómicas -la del hombre en “transición racial” (sic) y la del anuncio del coche- realmente puñeteras.

Sin embargo, lo interesante de “B.A.N.” es cómo encapsula la ambición, originalidad y propósito de la serie Atlanta. El capítulo es, básicamente, una conversación que Paper Boi, ese rapero negro -con todas las inercias que las “identity politics” le suponen a esas dos etiquetas- que va escalando con más antiheroísmo que eficacia por la ladera del éxito, mantiene con una activista de la transexualidad. Desde luego, servido “on the rocks” no parece el tipo de asunto ideal para una comedia de éxito, ¿no? Pero Atlanta hace que funcione ese cóctel de comentario social, retrato sociológico, herencias culturales colectivas (con sus víctimas y sus victimismos) y especificidad rapera. Detrás de las sonrisas y de su tono aparentemente leve afloran -escoradas a la izquierda, como suele ser habitual en Hollywood y alrededores- espinas como la violencia urbana, la brutalidad policial, la creación artística, la esclavitud de la fama, la paternidad desestructurada, la llamada “apropiación cultural” y muchas de las contradicciones sexuales y raciales que implica, culturalmente hablando, el ser negro en Estados Unidos. Y la serie, tan glotona intelectualmente, se mete en todos esos jardines con inteligencia, dejando muchas caricias… pero también unas cuantas afro-collejas.

ATLANTA -- Pictured: (l-r) Brian Tyree Henry as Alfred Miles, Keith Standfield as Darius, Donald Glover as Earnest Marks. CR: Matthias Clamer/FX

Porque Atlanta es un tiempo, una gente y un lugar. Incluso un estilo, entre la melodía sincopada de Childish Gambino y una cinematografía sobria, meditativa, lenta para el estándar cómico. En lograr ese ritmo moroso tiene buena culpa un excelente Donald Glover, de mirada perdida, melancólica a ratos, capaz de simular una actuación dentro de su actuación cuando su nuevo puesto como manager o su convención social (1.9.) lo reclama.

Glover sabe imprimir a su personaje una humanidad que marca la diferencia, que permite enganchar a la realidad un puñado de historias exageradas y paródicas. Su hambre, su paternidad y su relación con Vanessa anclan la trama, contraponiendo un drama minimalista, pero existente. Por eso el cierre resulta redondo: porque, en contraste con el inicio, contemplamos aún a un perdedor, por supuesto, pero, al menos, ahora es alguien que está dando la batalla.

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