, archivado en Manhunt: Unabomber

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Estados Unidos, años noventa. “Quiero que pienses sobre el servicio de correo por un minuto. Deja de darlo por hecho como una oveja complaciente y sonámbula, y realmente piensa en ello. (…) Funciona simplemente porque cada persona a lo largo de la cadena actúa como un autómata sin mente. Yo escribo una dirección y ellos obedecen”. ¡¡¡Boooom!!! La magnética voz de un estupendo Paul Bettany acompaña una secuencia de reparto postal con un final explosivo. Así, el inicio de Manhunt: Unabomber encapsula las pistas narrativas, estéticas e, incluso, morales que esta serie antología va a rastrear a lo largo de sus ocho intensos capítulos: un misterio que resolver, la importancia de la palabra y esa pegajosa retórica que se afana en justificar el odio y el asesinato.

Empecemos por esto último, la cuestión moral. Que la estupidez sucede al crimen ya lo dejó escrito Cernuda. Le faltó añadir que, además, el terrorista padece de verborrea. Por desgracia, años de plomo han vacunado a España contra este bullshit dialéctico, por lo que es lógico que a los espectadores peninsulares nos chirríe la excesiva humanización de Kaczynski. Esa épica survivalista, anticonsumo, tecnófoba, ideológicamente romántica, que nos evita encarar el insoportable rojo de la sangre para congraciarnos con las ideas del rebelde, una “sufrida víctima” del sistema. No hay duda de que la excepcional interpretación de Bettany –capaz de insuflar a su Kaczynski una rara mezcla de superioridad nietzcheana, mirada de perturbado y heridas sin cicatrizar– tiene mucho de culpa en la humanización del monstruo. Pero también es cierto que la serie creada por el debutante Andrew Sodroski y dirigida con potencia por el veterano Greg Yaitanes (Quarry) logra esquivar el panfleto gracias a dos apuestas narrativas que andan entrelazadas: la dualidad temporal y el énfasis procedimental en la “lingüística forense”.

Manhunt Unabomber mantiene dos líneas de acción paralelas: la que mayor tiempo ocupa es la de la busca y captura del terrorista que, desde los años setenta, mantenía en vilo al FBI. Ahí es donde emerge la figura de Jim “Fitz” Fitzgerald, un Sam Worthington algo soso e inescrutable, el único que encuentra la fórmula para cazar a Kaczynski. De hecho, el énfasis del relato está en él, en su método policíaco, en los encontronazos con sus superiores y en su enfermiza obsesión por su presa –un cliché que hemos visto recientemente en Hannibal o Mindhunter, por citar otros psicópatas televisivos–. Junto a esa línea de “acción” del año 95, el relato también se ubica un par de años después, en el juicio y sus alrededores. Este ir y venir entre la captura y el juicio –así como la evidencia de que el público ya conoce cómo acaba la historia y las atrocidades de Kaczynski– supone un recordatorio permanente para el espectador: desfilan huérfanos, manos amputadas y rostros desfigurados que, una y otra vez, nos recuerdan las consecuencias sanguinarias de Kaczynski.

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Al mismo tiempo, la novedad procedimental de Manhunt: Unabomber radica en la lingüística como método deductivo. Ha habido en los últimos años televisivos series populares construidas sobre la originalidad del procedimiento: desde la fundacional CSI y sus estrategias forenses, hasta los poderes psíquicos de The Mentalist o las micro-expresiones de Lie to Me. Por eso sorprende la eficacia narrativa de un thriller construido sobre la tensión gramatical (también es cierto que estamos ante una miniserie de ocho capítulos: cuesta imaginar esta fórmula durante años). Fitz disecciona los escritos de Kaczynski desde la A a la Z, deteniéndose hasta en la altura de los dos puntos de una diéresis. Esa fría y compulsiva atención al detalle, a la forma, aleja cualquier tentación de glorificar al asesino, puesto que sus porqués quedan reducidos a meras comas mal puestas. Las razones de Unabomber no se discuten, sino que se les pasa el corrector ortográfico.

Esto no implica que el retrato de Kaczynski no resulte complejo. Los flashbacks resultan algo melodramáticos, pero interrogan por qué un hombre inteligente puede despeñarse por la senda del odio y el resentimiento. ¿No es esa, la opción por el Mal, acaso, uno de los trágicos misterios del alma humana? La resolución del misterio –conocido por todos los espectadores– es empleada por los creadores de la serie para incidir en el desequilibrio y megalomanía de Kaczynski. Un sociópata y misántropo cuya historia nos sirve para recordar, con Goethe, que “la maldad no necesita razones, le basta con un pretexto”.

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